Omeñaca y la leyenda de los siete infantes de Lara
Afirmaba
Álvaro Cunqueiro, ese amerlinado soñador
nacido en pleno corazón mindoniense –cuya
arteria principal es San Martiño, considerada como la primera catedral
gallega-, que Villon llamaba nieves a las
bellezas del pasado (1), por lo que resulta completamente justificada su contagiosa
melancolía, cuando en uno de sus famosos versos se preguntaba o echaba en cara
al mundo, aquello de: ¿dónde van las
nieves de antaño?. Pregunta o no del millón, es posible que exista un lugar
–como el Cementerio de los Libros Olvidados,
de Carlos Ruiz Zafón o el Cementerio de
los Barcos Perdidos, que Charles
Berlitz supone o suponía en ese imaginario Triángulo
de las Bermudas-, depositario de esas nieves,
testigos enmudecidas por la mácula del olvido, de cualquier tiempo pasado,
fuera éste o no, mejor. Soria no es marinera, si bien por las beneméritas aguas
de ese paternal río Duero, que deja atrás la ermita de San Saturno –perdón,
quise decir, San Saturio-, haciendo un pluscuamperfecto arco de ballesta camino de su exilio portugués, hayan navegado
muchos barquitos, emulando, posiblemente, aquél inolvidable prototipo, de papel,
como Dios manda, con el que rendía tributo a su niñez otro inmortal poeta, al que
cabría presentar con aquélla máxima orteguiana,
aunque referida a él, a Soria y naturalmente
a su circunstancia, que fue Don Antonio Machado. Soria no es marinera, como
decía, pero sí es una venerable nodriza, de arrugas en la frente, negro sayal, callos
en los pies y encías desdentadas –que la inmortalidad, créanlo o no, también
tiene su precio-, de cuyos agostados pechos han mamado, cuando menos,
personajes singulares, como Ezra Pound, a quien en Medinaceli todavía le
recuerdan cuando oyen cantar a los gallos de madrugada –que bien que le xodieron el sueño, cuando hincaba
rodillas en los pajares, adormecido dulcemente por el néctar de ribera-, o
incluso alegres buscavidas, como Aleister Crowley –antes de seguir los pasos de
Fausto, hacer de tu voluntad la Ley, inaugurar
la abadía, o mejor dicho, la contra abadía de Thelema y convertirse en la Gran Bestia 666-, camino del sol de
Andalucía, aunque de su presencia, dudo mucho que a estas alturas se acuerden de
él en El Burgo de Osma, donde dicen que paró, como todavía hay quien jura y
perjura que Ahasvero, el Judío
Errante, lo hizo en la catedral de Santiago, vaya usted a saber con qué fin o
motivado por qué oscuras intenciones o circunstancias.
Rancia y con
restricciones, hay gotas de leche maternas, que si bien son menos divinas que
aquéllas otras que mamó directamente San Bernardo de la fuente universal de la Mater, proporcionan, no obstante,
parte de ese agradecido y suculento maná
para el peregrino –que no olvidemos que caminos a Santiago, habélos haylos y muchas veces pasan por
donde menos te lo imaginas- compuesto de grasa, lactosa y proteínas; o lo que, metafórica
y comparativamente hablando, podríamos llamar arquetipos, mitos y ritos con los
que alimentar, si bien no hasta la saciedad –porque aunque glotones, o cuando
menos sedientos, no hemos de olvidar nunca el melancólico problema que nos
plantearán, per secula seculorum,
aquellas nieves de Villon-, esa
inquieta bestezuela en la que a veces se convierte el espíritu. De raíces
netamente celtíberas, y aparentemente anclado en esa calma chicha que
antiguamente aterrorizaba a los marinos tiempo antes de que el vapor actuara de
cuchillo carnicero para la vela, pensaríase
–si no fuera por cuatro chapas de uralita, el tractor made in USA y el tremendo bofetón sufrido en los mismísimos cangilones
románicos de la iglesia de la Asunción-, que Omeñaca y ese marine semper fidelis que
es el Tiempo, firmaron un pacto de no agresión en algún momento indeterminado
de la Historia, para después tirar cada cual por su camino. Olvidémonos del
camino tomado por el Tiempo, que al fin y al cabo, él es quien nos busca y siempre
termina alcanzándonos y en llegándonos
a Omeñaca –como diría el bueno de Sancho Panza, motivado, quizás, por alcanzar
su deseada y prometida ínsula-,
abrevemos nuestra sed de mitos y leyendas, si no en la fuente coronada por esa bafomética testa celtíbera –que para eso
los lacayos de Sanidad en nómina de las multinacionales del agua embotellada
nos recomiendan encarecidamente no beber, como también lo hacen en la fuente
del rey Recesvinto, en San Juan de Baños, cuyas aguas siempre habían merecido
justa fama de ser, cuando menos eficazmente terapéuticas y en todas aquellas de
las que el pueblo llano se ha beneficiado toda la vida-, sí en esa arca bizantina,
que algunos metros más adelante ve la vida pasar con agónica parsimonia, pero
de la que hemos de aceptar como buena la aseveración de Ibo Alfaro (2), cuando
decía aquello de que la tradición es la
lengua de los monumentos antiguos y los monumentos antiguos son el documento de
la tradición. El documento de la tradición, en el caso que nos ocupa, tiene
que ver con un tiempo y una familia, que ya comenzaran a estar predestinados
para formar parte de la leyenda desde aquél brumoso lugar de las merindades
burgalesas, llamado Taranco –ojo al dato, amigo Watson, que Omeñaca pertenece
al municipio de Arancón y esa similitud fonética podría ponerte los vellos del
cuerpo como escarpias-, donde dicen las malas lenguas o las buenas lenguas o
dejémoslo simplemente en tablas con la lengua de las mariposas, que se acuñó
por primera vez el nombre de Castilla. La familia en cuestión, son los Lara;
precisamente aquellos que andaban generalmente a la gresca por las tutelas
reales, siendo conocida la que mantuvieron con los Castro por la tutela del rey
Alfonso VIII, rey que debe mucho a aquellos celtíberos bien plantados de la Soria
medieval que lo acogieron, lo ocultaron y lo protegieron y al que también vieron
contraer sagrado matrimonio con la princesa Leonor de Inglaterra –dicen los
fechistas, que tal suceso acaeció en el año 1170-, en esa otra joya bizantina
de la que se enorgullecen lo suficiente, al menos como para sacar pecho cuando
la muestran al foráneo, que es la iglesia de Santo Domingo, llamada, no
obstante por aquellos idus alfonsinos,
de Santo Tomé: ¡ver para creer!.
Dedicada
a la Asunción –figura muy socorrida, cuando se bebe el bálsamo del olvido, o en
su defecto, líbranos Señor, cuando la
antigua advocación libera azufres de esa vieja
levadura de la que Goethe nos advirtiera, poniéndola en boca de aquél nieto de la serpiente, que fue
Mefistófeles-, cuenta la leyenda, que los siete arcos de su galería porticada
se abrieron milagrosamente para ofrecer refugio y santuario a los siete
infantes de Lara, que fueron sorprendidos por los árabes –seguramente a
instancias de una ofendida Doña Lambra, su madrastra, como parece ser que
cuenta el romance paladino y bien que se lo recuerdan al forastero en
Barbadillo del Mercado, pueblo burgalés del que fue regente-, mientras
almorzaban en una sierra cercana, desolada, recuenco de vientos del espíritu y
restos megalíticos, que desde entonces pasó a denominarse del Almuerzo.
A estos Lara, preciso es añadir de paso, perteneció
Ginés o Ginesito de Lara -como familiarmente le llamaba Fernando Sánchez Dragó
en su Gárgoris y Habidis-, hijo de don Nuño de Lara y de doña Mencía de
Montalbán -¿no les recuerda cierta fortaleza toledana, desde donde los
templarios y otras huestes partieron hacia la crucial y decisiva batalla de las
Navas de Tolosa?-, quien, además, según dejara escrito el mago de Logrosán (3)
en sus Cuentos de las Hespérides, fuera el último templario de Santo Polo. En
las proximidades de Omeñaca y de hecho, en la vecindad de esta sierra del
Almuerzo, está otra sierra, que cuenta, además, con la antigua presencia
templaria, en unas irreconocibles ruinas, llamadas de San Adrián: la del
Madero. Denominación que nos recuerda, no aquélla espinita a la que le cantaba
Albert Hammond en aquellos felices años setenta, sino a ese otro millonésimo
fragmento de la Cruz por excelencia: la Vera Cruz. Y de aquí, a la mistérica
sierra de la Demanda –por supuesto, del Santo Grial-, un paso. O dos, o tres, o
quizás algunos más. Pero siempre, como ya se ha dicho, alimento para el peregrino.
Porque no olvidemos, que aunque ahora no lo parezca, antiguamente, también por
aquí pasaba ese Camino de las Estrellas, donde el peregrino –hatillo en hombro,
bordón y vieiras tintineando como campanillas-, iba de oca en oca; de mito en
mito o de arquetipo en arquetipo.
La última vez que el que suscribe estuvo en
Omeñaca, fue el día de esa Tanith diminuta, siempre anclada a ese barco de
piedra, que en el fondo no deja de ser la columna. Y lo hizo, en compañía de un
gran Maestro: el Magister Alkaest. Y es que, como dice el refrán: el que a buen
árbol se arrima, buena sombra le cobija.
(1) Álvaro Cunqueiro: 'Los otros caminos' (selección de César Antonio Molina), Tusquets Editores, S.A., 2ª edición, Barcelona, julio de 2004, página 37.
(2) Extracto sacado de la introducción a la biografía de Ibo Alfaro. Bravo Vega, Julián (editor), 2001, Manuel Ibo Alfaro. Cuentos tradicionales y fantásticos. Universidad de La Rioja. Servicio de Publicaciones. ISBN 84-953d-5.
(3) Mario Roso de Luna.
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