La Cabrera: convento de San Antonio


No es falta de valoración, pero sí de conocimiento, aquello que muchas veces nos induce a buscar fuera de las fronteras de la comunidad donde vivimos, unas maravillas que, por afortunadas circunstancias, parecen ser más prolíficas en comunidades foráneas. En este caso, y bueno es reconocerlo, puede decirse que ignorancia -mea culpa, Sophia me absolva- y casualidad -dudo que no se pudiera aplicar aquí el parámetro causalidad, o como diría Paulo Coelho, cada uno llega a los sitios en el momento en el que se les espera, pero eso ya es otra historia que tal vez cuente algún día cuando hable de ese curioso fenómeno que se llama sincronismo-, me sorprendieron cuando hace unas semanas emprendí un viaje corto sin más objeto que valorar y cumplir con una invitación a comer, así como con la perspectiva de pasar unas breves horas en grata y amistosa compañía. Cierto es, también, que junto con la invitación y parafraseando a Goethe, se me tentó con la vieja levadura, haciéndome saber de ciertas piedras que posiblemente –crea fama y échate a dormir- podrían interesarme. Poco podía imaginarme entonces, que aproximadamente a 70 kms de Madrid, podía existir un lugar tan genuinamente interesante, como es el convento de San Antonio, en La Cabrera. Y no sólo interesante, sino además, deliciosamente sorprendente, porque aparte de ubicarse en un lugar sobresaliente por su belleza, destaca –dime Sancho, de dónde proceden estos maravillosos lodos-, por exponer algo que todos solemos dar prácticamente por perdido en las insondables ciénagas de la Historia: el románico de Madrid.

En efecto, a la vera de los picos Cancho Gordo y de la Miel –esos que uno nunca se cansa de contemplar, las tropecientas veces que va o viene por la autovía de Burgos-, este lugar –que en modo alguno ha olvidado el bordón del peregrino y la hospitalidad benita-, nos sorprende por la pureza románica que todavía conserva en la cabecera y en parte de la nave de la iglesia. Una cabecera, que sigue la línea de otras inconmensurables construcciones –algunas de las cuales, como el monasterio de Santa María de Moreruela, en Zamora, que han corrido peor suerte y hoy día muestran los efectos de la ruina y el abandono- mostrando un ábside principal y cuatro absidiolos laterales y una iglesia, en cuyo trazo y columnado puede advertirse, quizás, una piadosa mano de alarifes mozárabes, digna, de cualquier modo de admiración.

De su historia, lejana en el tiempo y misteriosa en sus orígenes, se supone que germinó a partir de los eremitorios que hubo en sus inmediaciones –alguno posteriormente utilizado como corral y cuarto de aperos-, aunque se acepta, generalmente, la hipótesis de que éste hijo pródigo del románico peninsular vio la luz a partir de una pequeña ermita. Pero si atrayente es por sí mismo este pequeño Shangri-Lá perdido en las estribaciones de Somosierra y Guadarrama, no lo son menos los datos arqueológicos e históricos relacionados con su entorno, ni tampoco los ricos arquetipos que contiene. De lo primero, se puede dar referencia de la existencia de un castro celta en las proximidades; de un cementerio visigodo y también de la existencia, en época medieval, de un poblado con un nombre un tanto peculiar, que ya nos pone en antecedentes de cuando Magerit estaba en el punto de mira de reyes conquistadores como Alfonso VI: San Julián de Toledo. En cuanto a los arquetipos con él relacionados –buena antigua levadura para el peregrino-, no estaría de más meditar, en primer lugar, en el nombre de uno de los picos –de la Miel-, la Fuente Octogonal –por cierto, y salvando la ornamentación, muy similar a otra que se encuentra en los jardines del esotérico parque madrileño del Capricho-, la existencia del Thuja orientalis o árbol de la vida –de donde se extrae la madera también para fabricar ataúdes, otro símbolo relacionado con el retorno a la Madre- y, sobre todo, volviendo la mirada a ésta genuina Figura, la desconcertante presencia de una Mater, negra y primordial, la de Montserrat, visible en un altar conformado por otro elemento que, como la tierra y el agua y sin ser Thuja orientalis -¿o sí?-, la caracteriza: el árbol. Un árbol y unas ramas que, si hemos de ser suspicaces, por su forma, conforman otro símbolo ancestral: el tridente o la pata de oca. El lugar, en tiempos modernos, fue propiedad y residencia de recreo –ego les absolva- de una relevante personalidad: Carlos Giménez Díaz. Desde el año 1991, no obstante, reside en él una pequeña comunidad de monjes franciscanos; aquéllos que, en los tiempos oscuros no sólo acogieron entre sus filas a sus defenestrados hermanos del Temple, sino que también iban sofocando las hogueras encendidas por los dominicos.


[Quiero expresar públicamente mi gratitud a José Antonio y Merche. Primero, por su exquisita hospitalidad; y segundo, porque gracias a ellos tuve la oportunidad de conocer este maravilloso enclave].

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