miércoles, 11 de noviembre de 2020

Castro Urdiales: sin novedad en Ítaca



Tiene Castro Urdiales un no sé qué, qué sé yo, que me atrae profundamente, liberando esa adrenalina de la psique, cuyos arquetipos, igual que una sinfonía de Beethoven, tienen la virtud de despertar de su letargo a esa desocupada burguesa, que en el fondo es la ensoñación.



De ensoñaciones despertadas bruscamente por el beso de lo impredecible –y utilizo a conciencia el lenguaje de los pájaros, pues eso me libera del engorroso estado de gracia de aspirar a que se me entienda, detalle que me permite continuar siendo acreedor de mi propia independencia- recuerdo en particular aquélla ocasión, en la que paseando por un puerto que antaño había sido portazgo de conmilitones templarios y aduana de peregrinos que acudían a la Hispania libre de la morisma con el deseo de adorar los restos del Apóstol Prisciliano –que Unamuno era un pelmazo, pero eso no significa que tuviera un pelo de tonto en la barba- me encontré embarcado –supongo que de polizón, porque no me consta haber sacado billete alguno- en uno de esos cantos inspirados por la Musa, con los que Homero engatusó al poeta Kavafis para que nos sacara de nuestro atolladero intelectual, explicándonos de una vez y por la verbigracia de la poesía, en qué consiste Ítaca.



Penélope –como la Parca, como las Gracias o como las brujas de Mácbeth- si bien envejecida, hasta el punto de parecer una estatua moldeada en sal por las bellas artes del céfiro, que a su vez mantenía lejos de la costa a Ulises, tejía pacientemente unas redes, diríase que siguiendo los dictados de su agostado corazón, con vistas a recuperar definitivamente al héroe perdido, tal y como Peter Pan hizo con su propia sombra, la cual parecía que había nacido para vagamundear por su cuenta y riesgo por los helespontos del irascible Poseidón.



Lejos de pensar, como escuché en cierta ocasión, que la vida es solamente una historia de amor y desengaño -apuesto siempre, aun reconociéndome apóstata, por el camino del corazón- pensé, viéndola tejer con la serenidad que ofrece siempre esa pólvora mojada que es la paciencia, que la espera, al fin y al cabo, es como la espina que protege a la rosa: si no fuera por ella, la rosa estaría completamente indefensa a merced de su belleza.



Junto a la escollera del puerto, donde algunas barcas se balanceaban suavemente, como cunas manejadas por el espíritu de nodriza de las mareas, una gaviota oteaba la inalcanzable línea del horizonte, allí donde el cielo y el mar se fundían en un apasionado abrazo. No había rastro de Ulises y alguien, quizás la voz atormentada de los viejos dioses, cantó, con la monotonía de un sereno, aquello de: ¡sin novedad en Ítaca!.



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sábado, 7 de noviembre de 2020

La legendaria fundación de Noya



Situada a la vera de una ría, que la protege en parte de la violencia de un mar que no en vano es el causante de que a esta maravillosa zona atlántica de la costa coruñesa se la conozca como de la Muerte, Noya –Noia para los gallegos- es una de esas afortunadas villas, cuyo magnetismo y encanto, induce al visitante que se aleja un irreprimible deseo de volver.



Éste no tarda en descubrir, cuando ve un curioso navío en su milenario escudo, el motivo de su nombre y el por qué de la maravillosa leyenda sobre su fundación.



El navío, como empezarán a sospechar, no es un barco cualquiera, sino una representación, más o menos imaginativa, del que quizás sea el primer barco de cabotaje de la humanidad: el Arca de Noé.



¿Y qué tiene que ver el Arca de Noé con Galicia y con Noya?, se preguntarán, con toda la razón del mundo.



Pues todo o nada, según sea su grado de credibilidad hacia esas precursoras de la Historia, que después de todo, son las leyendas y las tradiciones.



Refiere la leyenda –que aquí en Noya es poco menos que una tradición sagrada, de la que cualquier noyés se siente inmensamente orgulloso- que después del Diluvio Universal que anegó gran parte del mundo conocido, una nieta del patriarca Noé, de nombre Noela, llegó a este maravilloso lugar de la Costa de la Muerte, fundando la ciudad y estableciéndose en ella, como siglos después desembarcó en Padrón la también legendaria barca de piedra, que según la tradición, trajo a España los restos del Apóstol Santiago el Mayor.



Quizás por esto, y por muchos otros detalles relacionados acontecidos en diferentes puntos del litoral y tenidos por prodigiosos en la maravillada imaginación popular, hay muchos historiadores que ven en el mar, no sin razón, el más genuino vehículo de transmisión de conocimiento de la Historia.



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martes, 3 de noviembre de 2020

El misterio de la Virgen minera de Almadén



 A lo largo de los siglos, la figura virginal de María, siempre ha estado rodeada de un fascinante halo de controversia, misterio y fenómenos paranormales –apariciones y milagros- que han hecho de su figura, después de todo, uno de los grandes pilares del Cristianismos.



No cabe duda, tampoco, que desde los primeros tiempos de evangelización, la Península Ibérica, posiblemente por predisposición, ha sido considerada, con todo merecimiento, como un bastión eminentemente mariano.



Lo cual no deja de ser, en el fondo, una conveniente continuidad de los viejos cultos de índole matriarcal, donde Ataecina, Ceres, Cibeles o Diana atraían la atención de culto de los viejos pueblos que desde el más remoto pasado de asentaron.



Recientemente, tuve la oportunidad de viajar a un lugar de La Mancha, de cuyo –a diferencia de Don Miguel de Cervantes y rompiendo moldes por primera vez- yo sí quiero acordarme: Almadén.



Podría decirse, para entendernos, aún dentro del resbaladizo mundo de las comparaciones, que Almadén es a la minería lo que Disneylandia a Florida. En el año 2005, su importante explotación minera, especialmente dedicada a la extracción de un material eminentemente peligroso si no es manejado con cuidado –el mercurio- cerró definitivamente las puertas a la industria, pasando a convertirse en lugar de interés para el recuerdo. O lo que es lo mismo: un centro de turismo histórico, declarado por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad.



Si bien, apenas una de las veintiséis plantas son visitables –en parte, porque prácticamente todas, una vez desconectadas las máquinas extractoras de agua, están completamente inundadas- es más que suficiente, se lo aseguro, para hacerse una ligera idea de lo que es en realidad una mina y lo que puede llegar a ser trabajar en ella.



No es de extrañar –y a las críticas estadísticas de fallecimientos me remito- que los mineros, aún los más aguerridos, pusieran su vida y parte de su sentimiento en manos de la Divinidad, cada vez que entraban de turno y descendían a sus entrañas. Por eso mismo, tampoco es de extrañar, de que en una humilde hornacina de una humilde galería, se encuentre una no menos humilde capilla y una imagen mariana, que si bien su antigüedad no es venerable, como la de las viejas vírgenes románico-góticas que tanto abundan en nuestro país, puede decirse, al menos, que cuenta con una edad, cuando menos octogenaria. Artísticamente, tampoco la imagen tiene mucho interés: no deja de ser una humilde figura mariana, de las muchas que la industria del molde hizo para un populacho que, según los elementos fácticos de diferentes épocas, necesitaba el aceite de ricino del garrote y el catecismo.



Pero, créanlo o no, esa imagen tan humilde, esa imagen sin apenas valor artístico, esa imagen realizada bajo las frías reseñas de un molde, es una imagen no sólo singular, sino también única. Generalmente y así tuve ocasión de comprobarlo, la gente que visita la galería donde se encuentra, no lo advierte. Ahora bien, una persona observadora, no tardará en percatarse del detalle que la hace eminentemente especial: su mano izquierda tiene un defecto realmente peculiar, pues en lugar de cinco –considérelo el que quiera defecto de fábrica- tiene seis dedos.



Si alguien no lo cree, además de la fotografía que muestro en el presente post, puede ir a la mina de Almadén y comprobarlo por sí mismo. Pero si lo hace, también le pongo delante una advertencia: el minero es persona complaciente, pero de terribles reacciones cuando le tocan la fibra. Y esa imagen, se lo aseguro, forma parte de la fibra más profunda de los mineros de Almadén.



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lunes, 2 de noviembre de 2020

Viajando con la leyenda: la Ciudad de Salomón



Hablar de Medinaceli, es poner un dedo en la llaga de la España Mágica y abrir lo suficiente esa puerta de chiquero por donde ha de salir a los ruedos de la Historia, ese imponente morlaco que es siempre la Tradición.



La Tradición, cuando de Medinaceli se trata, es como Peter Pan, metafórica y comparativamente hablando: ese Puer Aeterno, que se mantiene firme en sus trece, negándose obstinadamente a crecer e integrarse en una sociedad adulta, que ha perdido definitivamente sus alas.



En ella, en Medinaceli, estuvieron los romanos, cuando andaban a la gresca con una Celtiberia que no se conformaba con ser felpudo de las sandalias imperiales, levantando sus temidas falkatas o espadas cortas, en la defensa del sagrado suelo patrio de Gárgoris y Habidis.




Cuando estos sucumbieron también, fueron los visigodos quienes, después de saquear en Roma lo que previamente Tito había saqueado en el Templo de Jerusalén, decidieron –o al menos, eso refiere la leyenda- depositar aquí, en algún lugar ignoto y sumamente secreto, ese objeto de poder que las hordas de Muza y Tariq venían buscando con ansia homicida: la famosa Tabla o Mesa de Salomón.



Quizás por ello, cuando los musulmanes se dieron por vencidos en Toledo y se instalaron aquí, denominaron a la antigua Occilis, como Madinet al Salim: la Ciudad de Salomón.



Esto, además unido al detalle de que una de las innumerables colinas que la guardan, oculta todavía la fastuosa tumba de Almanzor, hacen de Medinaceli, no sólo un espléndido lugar legendario, sino además, toda una aventura cultural, que merece la pena descubrir.



Y además, en Medinaceli –tomen nota los seguidores del poeta norteamericano Ezra Pound- todavía cantan los gallos al amanecer.



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Vídeo Relacionado:



viernes, 30 de octubre de 2020

La joya gótica de Castro Urdiales



 Tiene Castro Urdiales, además de la belleza que le proporciona su situación y su condición como uno de los principales puertos del Mar Cantábrico, una de las joyas góticas más impresionantes y carismáticas, de cuantas se levantaron, cuando menos, en la milenaria Comunidad de Cantabria: su iglesia, que iba camino de convertirse en catedral, dedicada a la figura de Nuestra Señora de la Asunción.



Su ábside, mirando hacia el este y dándole la espalda a ese vehículo inmemorial de transmisión de cultura y sabiduría que es el mar y también dándole la espalda al pequeño castillo y su faro, nos recuerda, en los gestos fieros e incluso burlones de sus guardianes, las gárgolas, ese lenguaje secreto o argot, que según el misterioso autor Fulcanelli, utilizaban las hermandades de canteros medievales, no sólo para comunicarse entre sí, sino también como una forma de expresión codificada, por la que tan sólo los verdaderos iniciados podían acceder a su oculto mensaje.



Éste, su mensaje, aún mal herido por la erosión y afectado en buena medida por el salitre el mar, se distribuye –aparte del conjunto del templo, que en líneas generales viene a representar esa definición que San Bernardo hacía Dios, basándose en las características de la denominada Geometría Sacra, como son la proporción, el equilibrio, la mesura, la longitud y la armonía- en una serie de figuraciones simbólicas, que cual secuencia Fibonacci, metafóricamente hablando, sorprenden al visitante con su críptica teatralidad.



Hasta el punto, que podría decirse, que aparte de buscar a Dios en las alturas –como definía Goethe a los constructores góticos- éstos enmascaraban unas enseñanzas, que basadas, posiblemente, en la arcaica fuerza de los mitos, subyacían, y así parecían entenderlo muchos de los peregrinos que iban libando estas gotas de sabiduría en su duro camino hacia Compostela, en lo más profundo de lo que siglos más tarde C.G. Jung, aquél extraordinario suizo, al sus amigos más allegados llamaban ‘el brujo de los Alpes’, definiría como el inconsciente colectivo.



Quizás, aparte de las gárgolas y la multitud de representaciones que se caracterizan por su ambivalente pintoresquismo, llame la atención aquélla en particular, en la que una osa parece amamantar a sus crías.



Y dado que Castro Urdiales fue en época medieval, uno de los principales puertos del Cantábrico a donde arribaban multitud de peregrinos que deseaban visitar la tumba del Apóstol Santiago en Compostela, pudiera ser que esa misma osa representara simbólicamente el camino de las estrellas y en especial esa constelación de la Osa Mayor, con la que éstos debían orientarse, haciendo bueno el aserto del misterioso Hermes Trismegisto –el Toth egipcio- cuando decía aquello de que lo que está arriba es igual a lo que está abajo.



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martes, 27 de octubre de 2020

Mirador de la Peña Ubiña: lugar de conciliábulo de las brujas asturianas

‘Round about the cauldron go; In the poison’d entrails throw...

Double, double toil and trouble; Fire burn, and cauldron bubble’.

[‘Giremos alrededor del caldero; arrojemos en él entrañas envenenadas...

Redoblemos, redoblemos trabajos y afanes; ¡que arda el fuego y que hierva el caldero!’]

William Shakespeare: ‘Macbeth’, acto IV, escena I



En tiempos de Shakespeare, la brujería era un tema que estaba a la orden del día. A pesar de tratarlo en numerosos episodios de sus dramas y tragedias, el inmortal William –ese niño bonito, mimado por su madrina la Musa- jamás fue desconsiderado y mucho menos irrespetuoso, siendo consciente, con toda probabilidad, que se trataba de un mundo alternativo, rescoldo, acosado y perseguido, después de todo, de un universo ginolátrico –el Mundo de la Diosa, o si lo prefieren: ‘aquello que ya existía, antes de que Dios creara el cielo y la tierra’- que siempre se negó a desaparecer, siendo particular y furiosamente atacado por un judeo-cristianismo al que, comparativamente hablando, se le podría achacar también la célebre frase de Juan el Bautista, cuando, refiriéndose a Cristo, dijo aquello de: ‘yo he de menguar, para que Él crezca’.



Puede expresarse de muchas maneras, pero no mejor: el mundo de la Diosa debía menguar –en realidad, desaparecer, pues como ya presintió Freud, el odio semita hacia ‘la parte femenina de Dios’ era, y continúa siendo, realmente exacerbado, tema que considera también el mitólogo Joseph Campbell- para que el Cristianismo pudiera menguar, convirtiéndose en religión universal y por supuesto, inexcusablemente androlátrica.



Una de las pruebas más significativas, la encontramos, sin ir más lejos, en ciertas palabras atribuidas al propio Cristo: ‘he venido a destruir los trabajos de la hembra’. Y nada mejor que hacerlo, que metiendo también, en esta partida divina de ajedrez espiritual, la figura de ‘aquél fatigado melancólico con largas horas taciturnas’, como Apollinaire –posiblemente apadrinado también, por la misma Musa que William- denominaba al Diablo.



Es decir, que como representación fatal y abominable de aquellos dioses consortes y juguetones –tipo Baco o Dionisos- que danzaban alegremente correteando por los bosques a la busca y captura de ninfas y dianas en festivos rituales de seducción y fecundación, en los que participaba un pueblo fiel a sus raíces y sus mitos, el Diablo, exorcizado disidente de la intransigencia escrupulosamente monoteísta de una quinta columna radicalizada, representada por esos auténticos boinas verdes de la Cruz, que fueron los evangelizadores del tipo de San Martín Dumiense, se encontró en su camino con unas pezuñas y con unos cuernos –como los antiguos faunos y cualesquiera otros dioses cornudos de las antiguas mitologías- que le convirtieron en candidato ideal para la bendición, urbe et orbi, del caldero.



Un caldero, dicho sea paso, que en la mitología celta servía para ‘dar vida’ o ‘resucitar a los muertos’ –especulo especulorum: me pregunto, por qué a medida que la evangelización de los lugares se iba acrecentando, la primitiva forma rectangular o crucífera en algunos casos de las pilas bautismales fue variando también, hasta adquirir precisamente la más corriente de caldero o copa- que se adoptó, así mismo, en el hogar, donde toda la familia participaba en ese rito del ‘alimento’ –entiéndase, en sus formas mundana y espiritual- hasta que bien entrado el siglo XX los anticuarios langosteaban de pueblo en pueblo, comprándolos a precio de saldo para venderlos después por una verdadera fortuna, habiéndose servido de él establecimientos como Lhardy para hacer un cocido de fama internacional.



Sirva esta larga y lamento si hiriente introducción, sobre todo para paladares delicadamente apostólicos y romanos –lo de católico se da por hecho- para situarnos mejor en este lugar, la Peña Ubiña –que alguien, hace años, tuvo la genial idea de reconvertir en un excelente mirador-, donde quiere la Tradición que se reunían las brujas asturianas y leonesas para dar rienda suelta a sus inquietudes espirituales, rindiendo culto y pleitesía a Selene –seguramente en recuerdo de cualquier tiempo pasado, que fue mejor- intentando pasar desapercibidas a las miradas de una Inquisición –que en España, créanlo o no, tan sólo se ‘prejubiló’ y desde el siglo XIX ha venido formando acólitos del Malleus Maleficarum en la sombra- que no a las de un pueblo, que convertido en supersticioso a fuerza de costumbre y aspersiones de agua bendita, las miraba de reojo, achacándolas mil y un aojamientos y desgracias, mientras esculpían hexapétalas en los dinteles de sus casas, hacían picudas las chimeneas para impedirles el paso, so riesgo de sodomización –no es invento mío, que así lo dice la tradición- y se persignaban in nomine Patri.



Lugar tradicional de aquelarres y conciliábulos brujeriles, en este punto elevado de ese Puerto de Pajares –como símil comparativo, se me ocurriría el monte Brocken, donde Goethe situó el maravilloso aquelarre de la Noche de Walpurgis, en su inmortal obra Fausto- que era antiguamente el paso natural que unía ésta mágica tierra montañosa asturiana con la cansina aridez de la Meseta. Un paso o trayecto que se prolonga desde Campomanes hasta León, en algo más de cien kilómetros y que todavía recorren, sin importar su extremada dureza, multitud de peregrinos que se dirigen a Santiago, pero cumpliendo con el precepto de pasar por Oviedo y visitar San Salvador; es decir, dejar para más tarde la visita al Siervo y rendir pleitesía primero al Señor.



Un trayecto, en el que sin necesidad de echar mano de esa alegre coqueta que es Doña Imaginación –que la Diosa continúe bendiciéndola por muchos años y servidor que lo vea y lo transcriba tal y como le surja- uno puede ir percatándose de estar en un antiguo, antiquísimo camino sagrado, donde las etapas principales fueron convenientemente cristianizadas: Arbás del Puerto, con su colegiata de Santa María, donde aparte de la posible presencia de templarios y canónigos regulares de San Agustín, circula, en su misteriosa fundación, la presencia de un animal totémico de la Diosa: el oso o la osa. Presencia, dicho sea de paso, que volvemos a encontrar relacionada con otro monasterio astur, igualmente situado en camino de peregrinación: el de San Salvador de Cornellana.



El pueblecito de San Miguel del Puerto y su ermita, situados a la vera del mirador de Peña Ubiña, personaje custodio y a la vez exorcista, cuyas apariciones milagrosas siempre se producían en lugares de antiguo culto a la Diosa y que, como al Júpiter romano –siguiendo o no los dictados de Vitrubio y su tratado de arquitectura- se le solían levantar templos en lugares elevados. Y por último, Campomanes. ¿Se han fijado en la similitud que existe entre los vocablos ‘campomanes’ y ‘compostela’?. Les dejaré que lo mediten o por el contrario, que no le hagan ni caso. Pero si optan por lo primero, me complace dejarles una pequeña pista, previamente proporcionada por Plutarco en su obra ‘El asno de oro’: ‘...soy la madre de la inmensa naturaleza, la dueña de todos los elementos, el tronco que da origen a las generaciones, la suprema divinidad, la reina de los Manes...’. Claro que, si no desean complicarse la vida y estar en paz con la curia -¿recuerdan quién dijo aquello de que ‘la verdad os hará libres’?- siempre les quedará el recurso de mirar para otro lado y alegar en su descargo que las vistas son impresionantes.



Mientras tanto, permítanme que me despida de la misma manera que he comenzado la presente entrada, con Shakespeare y las brujas de su Macbeth y pensando en estos parajes tan maravillosos, me haga eco del lamento de las brujas, preguntándome, como ellas: '¿Cuándo volveremos a encontrarnos las tres, bajo el trueno, el relámpago y la lluvia?'.



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